jueves, 5 de mayo de 2011

Aullador

Todo esto sucedió antes que Agua llamase a la vida al espíritu del Hombre. Agua fluía por el río en compañía de su hermano Viento y le preguntó:
 -¿Has hablado con Padre Fuego sobre esta idea de hacer seres humanos?-
Viento respondió:
-Padre Fuego primero quiere crear un ser donde habite la Inteligencia, para probar, porque el hombre también vendrá con esa capacidad y le ha pedido a Madre Tierra que nos ayude-.
Agua y Viento entonces fueron a buscar a Madre Tierra y esta les regaló un pedazo de piedra roja para que ellos se inventaran el cuerpo donde iba a habitar la Inteligencia. Agua y Viento pasaron días y días moldeando la dura piedra. Agua le hizo redondo primero, luego ovalado, luego largo.
Viento le esculpió patas, orejas, pelo y bigotes. Cuando estuvo listo lo llevaron a la presencia de Padre Fuego. Éste lo calentó para darle energía. Madre Tierra le puso su primer nombre, lo llamó Inteligencia y le dio el don de ver el reflejo y de enseñar a todos en la tierra que el reflejo es la inteligencia.
Así vino a la tierra el Zorro Aullador, nació aullando porque cuando llegó a su cuerpo, quiso quedarse más tiempo en el fuego, aunque se le había advertido que debería salir inmediatamente de la hoguera. Pero Zorro Aullador no hizo caso, se sentía bien y tenía curiosidad de hacer lo contrario de lo que se le aconsejó. Entonces Padre Fuego se calentó más y le quemó las patas, el hocico y la cola para que saliera.
Así le hizo Padre Fuego para que recuerde lo que le puede pasar si no maneja con astucia su curiosidad. Desde ese momento él aúlla y cuando aúlla dice:
-El Fuego quema y cuando quema, ¡duele!-

Sacado del libro Taita Cuervo Mil Colores
de Santiago Andrade León


lunes, 11 de abril de 2011

Capitulo Uno. Los arcanos eventos que mataron a la muerte.

  Cuando Manuel Vinces Guerreros, viejo curandero, se despertó, miró con calma que su Muerte estaba muerta a su lado. Abrió primero un ojo, luego el otro, inmediatamente después sus fosas nasales para percibir si la Muerte, muerta de muerte natural, hedía como los humanos, pero no había olor. Solamente el áspero aroma de sus viejas cobijas y el invasor tufo a humo, que hacía que todas las cosas de su casa olieran a lo mismo.

    Lentamente incorporó con dolor su viejo cuerpo. Primero su cabeza y luego, apoyando sus manos viejas pero fuertes en el filo de su cama, se sentó. El bostezo fue prolongado y entumecido. Instantáneamente respiró como queriendo comprobar que él sí estaba vivo, recogió tanto aire en sus pulmones que le provocó un pequeño ataque de tos. Suavemente dejó de toser y su mente fue tomando conciencia de la situación. Miró con lentitud y dificultad el interior de la casa. Esperó que sus ojos se acostumbrasen más a la oscuridad y quietecito, se desperezó. Estaba impresionado de sí mismo, en esa situación con tanta calma en su interior. Manuel era un hombre sosegado, siempre lo fue, mas ese día la serenidad le saturaba hasta la última célula de su ser. Se acercó al cuerpo seco que fue de su Muerte. Lo auscultó bien hasta estar seguro que era ella. Fue medianamente difícil porque no la había visto hace mucho y ahora, yerta, con la cara rígida casi sin músculos, piel y huesos, con los ojos hundidos como una calavera y sin olor, se veía distinta; Pero se percibían, aún a pesar de las circunstancias, las facciones que él conocía. La ha visto envejecer. Aunque envejecer es atrevido de decir, quizá no tan exacto, en todo caso vamos a decir que la ha visto cambiar. Manuel ha estado acostumbrado a su presencia de tantas maneras desde que nació, porque cuando él nació lo primero que vio fue a su muerte. Manuel vino al mundo una brumosa noche de luna llena de un primero de noviembre a principios del 1910 y cuando nació dejó de respirar en el acto; Al menos eso era lo que todos le contaron. Nació y murió; Y su madre, una indígena de montaña en los Andes, madre primeriza y torpe en el arte de parir, no supo qué hacer y, aterrada, ni siquiera quiso mirar al niño cadáver, se volteó con resignación y aguantando el llanto, quiso olvidarlo inmediatamente. La vieja partera que la atendía volteó al niño de todas las formas, le sorbió la nariz, le masajeó el pecho, le golpeó en la espalda, le escupió en la frente pero nada; Manuel se iba poniendo duro como si el viento lo secara y le endureciera, como si fuera de cera. Su tía, una niña pequeña aún, salió corriendo a buscar ayuda y encontró a sus dos hermanos mayores, unos maltones que, botella en mano, estaban bebiendo alcohol barato para festejar la llegada de su primer sobrino. Ellos se echaron a correr casi por reflejo y de la impresión el mareo se les fue de inmediato. Sin importarles que este asunto de parir fuera cosa solamente de mujeres, entraron y quitaron el cuerpo del pequeño de las manos de la abuela que, llorando, le acariciaba la espalda sin esperanza. Inmediatamente lo envolvieron en una manta y aún con el cordón umbilical suspendido lo llevaron a la casa de Taita Pedro, el curandero.

    Era la media noche y la adrenalina les corría a mil por el cuerpo. La luna estaba llena y seguramente esto les facilitó avanzar con rapidez. Sus pasos hacían que todo crepite y el resplandor del piso permitía que dejasen una estela de luz plata, luz de la luna, en el sendero. La sequía que reinaba había secado las hojas y las ramas de toda la montaña y del valle y nada se podía mover sin que este crujido acompañe el camino. Sólo se escuchaban sus pasos, las lechuzas callaron. Los muchachos sudorosos avanzaron por la montaña, rezando a voz en cuello para que el Misterio de la Noche les deje llegar a tiempo. Seguro que Taita Pedro estaba despierto y trabajando, con esta inmensidad de poder levantado en forma de luna, era imposible que no estuviese con gente en su choza ritual. El mayor llevaba al congelado niño e iba atrás del menor que, más nervioso, abría camino y le azuzaba acelerando el paso para llegar rápido. Respiraron más calmadamente cuando vieron la luz en la choza del curandero. Asesando y con el sudor perlándoles las comisuras de la boca y la frente, entraron atropelladamente en el interior.

    La choza ritual de Taita Pedro era una construcción circular, con la puerta principal orientada al Este como los antiguos templos solares. Esa noche estaba llena de personas que habían ido en búsqueda de su ayuda y más de uno saltó del susto ante el estruendo que hicieron los jóvenes al entrar. El mayor entregó torpemente el hirsuto bulto que contenía el cuerpo de su sobrino, en las manos de Taita Pedro. Éste se sorprendió porque hoy no era noche de muertos, hoy todo estaba calmo, nadie había anunciado lo Inesperado. Observó con lástima el fardo y lo desenvolvió como si fuera un caramelo envuelto en el papel más fino. Miró la carita del niño y se enterneció, recordó la miseria de su gente y los ojos se le aguaron. Negando con la cabeza vio con el rabillo del ojo a los muchachos que temblaban y no podían fijar la mirada en nada. Con suavidad puso el cuerpito helado de Manuel en el centro de su mesa ritual, haciendo antes con su propio poncho un colchón para que no tope la tierra directamente.

    -“Los angelitos no deben tocar la tierra tan rápido”-, dijo, dirigiéndose a todos. Mandó a traer sus perfumes y escogió uno en especial, uno hecho por él mismo. Le lavó la carita con esta agua de colonia hecha con claveles rojos y se puso a cantar. Entonces ocurrió lo que el Misterio de la Noche anunció al callarse. El bebé frío y petrificado, comenzó a balbucear un sonido parecido al de un ratón asustado. Ni siquiera llegaba a ser un llanto propiamente dicho. Era un hilito de voz, una ‘i’ alargada, una respiración silbada desde la lejanía acompañada de pequeños espasmos. Taita Pedro ni siquiera tuvo tiempo de alegrarse, lo cubrió de inmediato y lo calentó acercándole a la candela que crepitaba en el centro de la choza. Mandó a buscar picadura de tabaco negro y la frotó con manteca de culebra en todo su cuerpecito, para que el oxígeno que le hizo falta al principio no le dañe su cabeza ni el espíritu. Lo abrazó fuerte y le siguió cantando lo que había comenzado a cantar. Así Manuel regresó a la vida escuchando una canción mortuoria.

    Taita Pedro Andrango Anchundia, arrulló al pequeño por un tiempo y, antes de devolverlo a sus tíos, les dijo:

    -“El Misterio lo ha tocado, brilla como la luna, tiene el don”-. Luego le sopló aguardiente por todo el cuerpo para limpiarle la sangre que se había secado y para entregarle su poder. Los parientes que llevaron el cuerpo del niño miraron con asombro esta escena y se alegraron, pero también se lamentaron. Tendrá que ser un curandero y su vida estará llena de enigmáticos eventos y raros sacrificios, todos lo sabían. El Misterio reclama así el conocimiento que brinda y se comporta de manera extraña y confusa, tan extraña y tan confusa, que quien es capaz de conservar la armonía, el equilibrio y la claridad, podrá convertirse en un hombre de conocimiento verdadero. Este niño tenía ese destino grabado en su ser.

    El viejo Manuel se atrevió a tocar el cuerpo inerte a su lado como tomando confianza de lo sucedido. La miró despatarrada y en una posición inverosímil, boca abajo, con los brazos sobre la cabeza y una pierna doblada como un flamenco. Despacio le peinó los pelos que estaban alborotados como si viniera de una pelea. Acarició su cara y decidió ponerla en una posición menos graciosa. Con dulzura pero con fuerza para vencer el rigor mortis, fue moviendo cada miembro hasta lograr que el cuerpo tomara una forma clásica de cadáver. La muerte siempre es una formalidad y es importante que el cuerpo esté dispuesto para tal efecto. Lo viró y con impulso lo empujó hasta el otro canto de su lecho. Manuel no recordaba haber sentido el momento mismo en que su Muerte se metió en la cama esa noche. Tenía un leve recuerdo de haberse despertado a la madrugada y verla a su lado como tantas veces, sobre todo antes, cuando era más joven. Le sobrevenía la sensación de haberla tocado y sentirla todavía viva, quizás moribunda, pero en ella era difícil diferenciarlo.

    Respiró y se sintió satisfecho de la posición que ahora tenía, completamente formalita, horizontal, con las manos pegadas al cuerpo, los pies juntos por los tobillos, la quijada y los ojos cerrados, y el pelo disimuladamente peinado. Carraspeando un poco levantó lo que a él le cobijaba, y se bajó de la cama poniendo los pies en tierra. ¿Qué se hace con la Muerte cuando muere? No lo sabía, en todos estos años de buscar respuestas, ésta era una de las que nunca se había preguntado. Se alejó de su cama hacia la puerta de salida de su casita y buscó agua para beber, para lavarse la cara y para ver qué se le ocurría.

    El cielo estaba negro aún, todavía faltaba un poco para que amaneciera. El agua que pasaba por la quebrada que estaba cerca de su casa no emitía ningún rumor, como si hubiera desaparecido y el aire estaba calmo, como estacionado en un microsegundo eterno. Sólo se escuchaba de vez en cuando y de manera constante el ulular de una Llorona Gris. Ningún sonido más, sólo ese trémulo vibrar del espíritu que anunciaba el Misterio de la Muerte. Manuel aspiró la negrura que le rodeaba para percibir algo distinto en su cuerpo, quizá un frío extremo en su espalda o un escalofrío en los huesos, los normales sentires de la presencia de la muerte, pero nada. Su cuerpo estaba caliente y en paz. Despacio salió y fue directo al cuarto de al lado, donde tiene una mesa con un escuálido estante, en el que desordenadamente guarda velas y botellas con maceraciones de aguardiente que usa para curar males menores. Agarró una vela blanca y busco a tientas su bolsa de tabaco y las hojas de maíz que usa para liarlos como lo hacían en la antigüedad. Lió uno de la manera tradicional, con siete puñados de tabaco perfumado con flores y cantando le sopló el humo a la vela. Luego la encendió y la llevo al pie de su cama.

    La luz de la vela hacía de su estancia un sitio aún más lúgubre que la realidad. Su sombra se proyectaba grande y se estampaba en la pared como queriendo atravesarla, parecía más pesada que su cuerpo y se movía con mayor lentitud. Extrañamente más oscura, más oscura que la noche que explotaba por todo su derredor. Se sentó en el piso y comenzó a cantar una canción para muertos. Esa que le cantaron a él cuando nació. Todavía la recuerda, no exactamente de ese día, la recuerda de toda su infancia. Fue la primera canción que Taita Pedro le enseñó y le exigió aprender antes que cualquier otra. Canción de noche, canción de lechuza, canción de luna, canción para abrir el camino a la luz, su canción. La Llorona Gris dejó de hacer su tenebroso ruido por un momento y se echó a volar, su aleteo se sintió pesado, como si le costara mover el viento.

    Con los ojos cerrados, como siempre que canta, Manuel recordó la primera vez que su Muerte se le manifestó. Tenía cinco años cuando la vio venir. Posiblemente siempre estuvo cerca, pero este es su primer recuerdo. Delgada y larga, pero definitivamente humana, la vio venir por el camino que conducía hasta la casa donde creció. Era el mediodía y él estaba mirando por la puerta mientras su madre soplaba las brasas de la cocina para encender la leña. Nadie más la podía ver, eso lo supo inmediatamente, porque su madre no giró la cabeza cuando rasguñó el umbral de la puerta, haciendo ruido para llamar la atención. Su muerte tenía una mirada profunda y hermosa a pesar de que sus ojos eran completamente blancos y no tenía dientes. Cuando reía parecía que le sangraban las encías por su intenso color rojo, pero por lo demás, era igual a la gente. Le sonrió amablemente y le llamó con un movimiento de cabeza. El pequeño, obediente como era, salió a su encuentro y agarrado de su mano se fue camino abajo. Cuando su madre se dio cuenta de su ausencia, salió de la choza a gritar su nombre, pero estaba muy lejos para escucharla. Con un manojo de ortiga y visiblemente furiosa fue en su búsqueda. Cuando lo encontró, un sentimiento le dobló en llanto, uno que no sabía explicar. Su hijo pequeño, hablaba con el aire y éste le soplaba en la cara como si le respondiera. Se secó las lágrimas y se acercó. Su niño especial, el muerto que aún vive, le miró con ojos de viejo y le acarició la cabeza. Ella prometió no golpearlo, ella prometió cuidarlo, ella prometió…

    El aire comenzó a ponerse frío y se respiraba la condensación del agua en la montaña. Manuel percibió la presencia del espíritu que anuncia el Misterio del Día y buscó cobijo. Volvió a sentarse en el piso, al pie de su cama y abrigado con una piel de oveja, siguió cantándole a su Muerte. De pronto sus recuerdos dejaron de estar desordenados en su cabeza y, uno a uno, marcharon delante de sus ojos como una comparsa de danzantes vestidos de miles de colores. Recordó que este mismo canto le cantó a su madre, a su mujer y a sus dos hijos muertos después de alumbrados. Tres todavía viven, pero ninguno de ellos tuvo que correr su suerte, o vivieron o murieron, como debe ser.

    Recordó que desde que su mujer murió los días comenzaron a transcurrir con mayor velocidad, sobre todo las mañanas avanzaban con una inusitada rapidez y de esto hace ya un año. Pero esta mañana era larga y lineal, se la podía sentir segundo a segundo con los sentidos a tope. A su mujer también la encontró muerta al lado de su cama, pero fue distinto. Lo que le mató fue una hemorragia imparable que le vino de pronto, como una maldición, porque ya era vieja y las viejas ya no sangran. Pasó días tratando de frenar el río de sangre que ensuciaba todo. Uno de sus últimos esfuerzos fue ir al hospital del pueblo, 30km por el sendero de la montaña. Estaba casi inconsciente y apenas pudo levantar sus pies para que Manuel le subiera a la mula. Tumbada como un saco de maíz, se bamboleaba encima de la bestia, mientras gota a gota hacía un camino de sangre. Manuel hacía otro, pero con sus lágrimas. Fueron días largos y tristes en ese hospital, hasta que los médicos se dieron por vencidos y la trajo de regreso a que muera a su lado. Le cantó dos días, al pie de su cuerpo amortajado mientras los familiares y el pueblo entero pasaban a saludar, a brindar sus condolencias y a buscar alcohol. Él permaneció impertérrito, sin comer ni beber nada en absoluto. Tomándose de cuando en cuando un momento para dormitar y agarrar fuerza para seguir cantando el mismo sonsonete. Ella fue siempre una vigorosa mujer que le dio cinco hijos. El segundo murió al nacer y todos pensaron que iba a heredar la tradición de su suerte, pero no, nunca volvió a respirar, aunque festejaron cuatro días con el cuerpo del niño presente para verlo resucitar. El último murió de frío a los 3 meses de nacido, una noche de helada que mató también todas las cosechas y, aunque lo cobijaron como siempre en el páramo, con su manta de alpaca, su piel de oveja y las plumas del pecho del Cóndor en su pecho, el pequeño amaneció frío como el hielo. A todos ellos los recibió él y les cantó su melodía. Ella se llamaba María, como casi todas las mujeres de su generación. No fue su primera mujer, pero si la última, la que le acompañó estos últimos cincuenta años mal contados. La amaba, o mejor dicho, la llegó a amar con bienestar y tranquilidad. La escogió cuando había cumplido sus treinta y cinco años, ante el asombro de todos pues para su comunidad ya era un viejo solterón. Ella era joven todavía cuando se casó, veinte años apenas, pero aparentaba mucha madurez. Acompañó a Manuel en su oficio de una manera estoica y siempre admirando su fortaleza. Le crió los hijos y trabajó duro en el campo para mantener la casa, especialmente cuando Manuel se ausentaba por largos meses y se iba a comunidades o a ciudades más lejanas a curar a alguien que no podía llegar hasta él. Ella aprendió a convivir con la Muerte de Manuel. De tanto tenerla cerca, un día la comenzó a ver y la aceptó con paz en su corazón. Aceptó que Manuel hablara con ella más que con sus hijos o con ella misma, aceptó compartir su cama y que acompañe a su marido donde ella no podía. Hasta la extrañaba cuando desaparecía por largas temporadas y Manuel le cantaba y cantaba pidiéndole que regrese. Doña María Angulo Torres nunca dijo nada, murió sin decir nada.

    Antes de ella, en su juventud él tomó dos esposas más. La primera, la que le recomendó su padre a la temprana edad de dieciocho años, era una graciosa pequeñuela de trece, que se la pasaba jugando todo el día y dejaba que su madre cuidara de él. Apenas si pudo convencerla que le diera un beso y con dificultad consumó su matrimonio, pero ella en cuanto pudo huyó a la casa de sus padres. Las familias para no pelearse propusieron una tregua de dos años para que la pareja se vuelva a juntar. Manuel esperó pacientemente estos dos años mientras seguía aprendiendo el arte del canto para curar. Hasta que un día, meses antes de completar la fecha acordada, su suegro llegó borracho a la casa. El pobre hombre lloraba desconsolado, no por la noticia que traía, sino por la desgracia que venía a su familia. La pequeña esposa, en un momento de descuido, fue en mala hora a la quebrada y un demonio la embarazó. Manuel se quedó callado, algo en él le decía que así era todo mejor. A la noche fue donde su maestro y le preguntó qué hacer. El viejo Pedro sorbió de una botella de aguardiente y pasándole para que beba, rió como nunca antes.

    -“Es mejor que lo dejes en el misterio”-, le dijo. -“No averigües lo que realmente no quieras enterarte”-, y haciendo una mueca de desidia, le invitó a un trago más. Además a Manuel le hacían falta unos años más de entrenamiento para completar su poder y esta historia del matrimonio le tenía desconcentrado. El matrimonio se esfumó así como vino. Y el niño que nació de ese vientre endemoniado, era un varón sano y macizo que, por obra y gracia del Espíritu del Viento, encontró otro buen joven que se asumió como su padre. Manuel continuó aprendiendo, sin que esta historia le hubiera dolido de verdad.

    Al año de este incidente, Manuel se fue a vivir con otra. Su segunda mujer ya fue por decisión propia o capricho propio, que a veces se parecen. Ésta, una señora mestiza hecha y derecha, con un divorcio y tres niños a cuestas, vio a Manuel y decidió que ese indiecito menor a ella, pequeño pero compacto, sería suyo. Obviamente Manuel también decidió que sería así y se entregó al extenuante pero satisfactorio arte de complacer a la mujer y desarrollar las habilidades en la cama. Taita Pedro lo miraba de soslayo y no preguntaba nada. Lo vio ir cada noche y salir de madrugada de su casa en el pueblo, observó cómo se fue encantando, encandilándose con la pasión, embriagándose de hembra. Luego le observó resuelto asumir su amor y salirse de su casa aunque sus hermanas le reclamaban, embarcarse en una historia difícil, tener problemas con el ex marido, con el pueblo, con él mismo y, poco a poco, aburrirse de la convivencia. Un año pasó en la lucha, hasta que al final llegó llorando como un pequeño. Ella lo había abandonado por el anterior esposo. Taita Pedro le hizo una ceremonia sólo para calmarlo. Trabajó esa noche clavándole cristales por el cuerpo y haciéndole respirar ají seco mezclado con tabaco en polvo. Le dio infusiones de aguacolla con floripondio y le sobó con ortiga. Al amanecer caminaron hacia la laguna del páramo y con esa helada agua, bañó al desilusionado. A lo lejos, el viento traía una vieja tonada desde el pueblo.

    -“Eso te sucede guambrito, por enamorado”-, cantaba el aire. Manuel lloraba, Taita Pedro sonreía, pero sin maldad.

Sacado de la Novela CURANDERO
Los arcanos eventos que mataron a la muerte.
de Santiago Andrade León


sábado, 9 de abril de 2011

¿Qué es esto para un guerrero?



 Al amanecer, los millones de estrellas desaparecían poco a poco tras el resplandor del sol. El ambiente se comenzó a calentar más y más. La centena de personas que habían asistido a nuestra ceremonia para celebrar las cosechas, comenzaban a desprenderse de sus ropas abrigadas. Ya para el mediodía, cuando al fin acabamos, a todos se nos notaba un gran cansancio, pues la ceremonia fue muy dura.

Al cerrar la ceremonia, una de las personas que estaba en el círculo se acercó al hombre que cuidó el fuego durante toda la noche y la mañana, y le pidió que le diera una bendición.

Este hombre tenía la cara marcada por el cansancio del desvelo y el trabajo, pero aún así trajo una bolsa de tela que tenía inciensos, y colocándolos en las brasas, le dio una bendición con el humo. Al acabar, se dio cuenta de que tras la persona que le pidió esa bendición, había una fila con casi todos los participantes de la ceremonia.

Era una columna con muchísima gente que esperaba que le hicieran la misma bendición. Al hombre se le desorbitaron los ojos y al quererse negar, justificándose por el cansancio, mi padre se acercó y con firmeza le dijo:

-¿¡Qué es esto para un guerrero!?-
El hombre agachó la cabeza y comenzó de uno en uno a dar esa bendición. Trabajó hasta la tarde de ese día. Yo sonreía con mi padre al verle trabajar.

-¿Qué maldad le dijiste?-, le pregunté a mi padre.
-Es la verdad, si quiere aprender, esto es apenas una prueba y una oportunidad-, me contestó, sin perder la sonrisa en la cara.

Un año después, nos encontramos en una comunidad en la amazonia del Ecuador, haciendo una ceremonia de ofrenda para poder realizar la Danza del Sol.

Esta danza se había perdido en todo este territorio y estábamos dando los primeros pasos para poder realizarla nuevamente. Rezamos toda la noche en medio de mosquitos, de un calor húmedo y de un penetrante olor a tierra mojada. Al amanecer el sol nos calcinó, de la manera como sólo en el Ecuador puede calcinar.

Entrada la mañana danzamos hasta la tarde. Al acabar todo, estábamos agotados, acalorados y picados por los mosquitos. Mi padre se acercó al río, que por suerte pasaba cerca del sitio ceremonial, y con un pequeño recipiente recogió agua fresca para echársela encima.

De pronto vio al anciano que dirigió la danza cerca de él y en un gesto de respeto y cariño, se le aproximó y bañó su cabeza. Luego llenó nuevamente el balde y mojó su espalda y su pecho.

El anciano le miró y, en un sentido abrazo, le dio las gracias. Pero cuando volvió a llenar el balde con la intensión de echárselo, tenía una columna formada con todos los hombres, mujeres y niños de la comunidad, que querían que les diera esa misma bendición.

Yo miré todo el espectáculo y me puse en la fila para la bendición. Después de recibir el agua fresca por mi cuerpo, le dije a mi padre.
- ¡Qué es esto para un guerrero!-, y me alejé riendo, mientras él bañaba y bañaba gente hasta la noche.

Dos años después, nos encontrábamos en un pueblito de los andes realizando una ceremonia para celebrar las cosechas. Mi padre estaba dirigiendo la ceremonia y yo le ayudaba a cuidar el fuego. Al terminar, después de trabajar la noche entera, una señora del pueblo se acercó a pedirle a mi padre que le hiciera una curación, soplándole aguardiente por el cuerpo. Mi padre entonces me pidió que me levantara y, dirigiéndose a la señora, dijo:

-Este es mi hijo. Él ya sabe curar y está entrenado. Si él le realiza esta curación, será como si yo mismo lo estuviera haciendo-.
Debo confesar que me llené de alegría y orgullo al escuchar a mi padre. Sus palabras y la confianza que ponía en mí me llenaban de emoción; a decir verdad, hasta ese momento no me había concedido tal responsabilidad.

Así que me levanté y me puse mis protecciones para realizar esta curación. Agarré una botella de aguardiente que tenía en mi bolso, y pidiéndole a la señora que se ubicara frente al fuego, le soplé aguardiente y tabaco por todo el cuerpo.

Al concluir, puse el cigarro en el fuego dispuesto a irme. Entonces me sentí atrapado, pues se había formado una columna con todas las personas del pueblo que querían que les realizara una curación. Yo calculé que había unas ochenta personas en la fila.

-Lo siento-, les dije, mostrándoles la botella de aguardiente. -Sólo me alcanza para unas dos personas, nada más. No puedo curar a tantos-

Feliz de mi suerte y de mi rapidez mental, sonreí buscando a mi padre. Entonces, lo vi llegar al círculo ceremonial.

Mientras yo curaba a la señora, él se había ido hasta el auto y regresó cargando en el hombro un recipiente gigante, que contenía veinte litros de aguardiente.

Con una inmensa sonrisa que no se le borró en meses, depositó el recipiente en el suelo, mientras me decía:

-Hijo, ¡qué es esto para un guerrero!-


Sacado del Libro "Historias de Chamanes"
de Santiago Andrade León

viernes, 25 de marzo de 2011

Diversión verdadera


El ser una figura pública, no importa si eres una persona espiritual o política, siempre ha traído un sinnúmero de dificultades, sobre todo con las preconcepciones que tiene la gente de ti y de sí misma. También se corre el riesgo de que ser ascendido a un altar y que luego, los mismos que te subieron, te boten y que el piso esté muy duro.

En un tiempo muy difícil para nuestra familia, se levantaron una cantidad de calumnias, injurias e insultos sobre nuestro jefe. Críticas mordaces de personas cercanas que no podían expresar sus diferencias sin odio ni envidia. Así que tuvimos unos meses en los que fuimos bombardeados en el internet con acusaciones de todo tipo. Cuando las cosas se comenzaron, según mi criterio, a pasar de la raya pues ya no sólo hablaban mal de nuestro jefe sino de todos nosotros, fui a visitar a mi padrino para que me aconsejara.

-Padrino-, le dije un tanto agitado. -Han llegado unos correos electrónicos donde hablan mal de nuestro jefe y de nuestra familia, con mucha mala intensión...-

-¡Calma!-, me dijo mi padrino. -Antes de que me cuentes los detalles quisiera saber cuatro cosas, nada más-

Yo contuve la respiración, tratando de que mi malestar se disipara.
-Te escucho-, le dije.
.
-Primero quiero saber si lo que están diciendo en esos correos es verdad. Es decir, ¿tú puedes testificar la veracidad de lo que dicen?-

Yo miré al techo, era evidente que no podría estar cien por ciento seguro que eran mentiras, pero testificar no lo podía hacer.
-No. Testificar su veracidad no puedo, tampoco conozco a las personas que lo dicen porque son correos anónimos-

-Bueno-, dijo mirándome con cariño. -Otra cosa, ¿todo eso que dicen le hace bien a alguien, es decir, ¿es al menos una crítica constructiva que trae una propuesta de cómo hacer mejor las cosas?-

-No, para nada. Más bien destila resentimiento y envidia...

Mi padrino hizo una pausa y tomó asiento, con una paz envidiable. Me miró sonriendo de lado, con un gesto por demás de ternura.
-¡Listo!-, dijo. -¿Y a alguien le importa de verdad? Es decir, ¿alguien necesita esa información para cambiar su vida?-

Se calló un momento y al ver que no respondía, me aclaró, sin quitar ese gesto en la mirada.
-¿Es necesario que yo me entere lo que dicen de mí, de ti o de saber lo que te inquieta tanto?-

-No, creo que no-, dije un poco dubitativo.

-Hijo mío-, me dijo dándome suaves palmadas en la espalda. -Si no es verdad, ni lo necesitamos ni nos genera bienestar, creo que es mejor dejarlo ahí donde está y no repetirlo ni por casualidad.

-¿Olvidarlo así de sencillo?-, pregunté desconcertado. -¡Pero están insultando a nuestra familia!-
-Nunca te olvides-, dijo mi sabio padrino. -Lo que enferma es lo que sale de la boca, no lo que entra en ella-

Esa sentencia me removió hasta el alma y pude sentir mucha paz en mi interior. Pronto dejé mi actitud beligerante y respiré más calmado. Al rato me di cuenta que él había dicho que quería saber cuatro cosas y sólo me había preguntado tres.

-¿Cuál es la cuarta cosa que me querías preguntar sobre esos correos?-, le dije.
-La cuarta pregunta era si al menos te estabas divirtiendo leyendo esas infamias.

Yo revisé en mi interior y reconocí que al principio tenía un gustillo raro, esa atracción mórbida por conocer detalles de la vida de los demás aunque no sean ciertos, pero que me había cansado y me sentía agotado con tanto chisme.

-No-, le conteste. -Ya no es divertido-

El viejo sonrió y sentenció.
-Pues entonces no te preocupes, que eso les va a pasar a todos. Es cómo una mala novela, no pasa de la crisis. Se aburrirán, si el chisme no divierte cansa. Para lo único que sirve es para divertir, así que: ¡olvídalo y busca algo que te divierta de verdad!-

sacado del libro Historias de Curanderos
de Santiago Andrade León

Limpiar los mares.


La noche comenzaba a oscurecerlo todo. Las montañas que nos rodeaban eran borrosos gigantes que no podíamos distinguir, pero que nos dejaban un sabor de misterio. Caminaba con mi padre por un pequeño sendero de montaña hacia la casa ritual de nuestro anciano Manuel y en el camino encontramos a una pareja de muchachos estadounidenses que casualmente querían visitarlo.

Ellos pertenecían a la expedición del famoso barco de Greenpeace, el Rainbow Warrior, que estaba en las costas pacíficas del Ecuador, protestando por la tala indiscriminada de manglares. Las autoridades gubernamentales en un desatinado intento de minimizar tamaña visita del conocido grupo ecologista, detuvieron al barco y encarcelaron a sus dirigentes para callarlos. Lo más gracioso es que éste acto trajo más publicidad en contra del gobierno. En todo caso el incidente permitió que estos dos jóvenes pudieran estar en tierra un tiempo y visitar un poco el país. En esos andares escucharon hablar de nuestro anciano y decidieron venir a conocerlo.

Su aspecto era normal para la gente de ciudad pero para la comunidad indígena donde estábamos, resultaba por demás distinto. Traían el pelo trenzado en largos tubos hechos con nudos como la gente de la cultura Rastafari, ropas muy gastadas y evidentemente desalineadas y mucha barba en su rostro. Pero lo que más llamaba la atención era el olor que sus cuerpos emanaban. Sin duda alguna tenían días de no bañarse.

Al llegar a la choza ritual, nuestro anciano los saludó muy respetuosamente y uno de ellos, el que mejor se comunicaba en español, le dijo:
-Nosotros vamos por el mundo limpiando los ríos y los mares, haciendo un esfuerzo gigante por salvar a nuestra madre tierra y al agua del envenenamiento que el ser humano y las grandes compañías han generado-

El abuelo los miró inexpresivo y emitió un gutural sonido aprobatorio casi indescifrable. El muchacho continuó.
-Queríamos visitarlo porque nos han comentado de su sabiduría-

Manuelito siguió inexpresivo pero amablemente los escuchaba con atención, aunque se podría considerar que no. El muchacho comenzó a ponerse nervioso.
-Maestro-, le dijo. -Queremos escuchar de usted algo que nos ayude a seguir adelante. Algo que sus ancestros hayan dejado de legado a sus hijos, a hombres de sabiduría como usted, alguna instrucción para poder limpiar este planeta tierra de tanta basura y poder convivir en armonía-

El abuelo levantó la mano, apuntándolo con el índice.
-¿Y usted me va a hacer caso o sólo vino a conversar por curiosidad?-

El chico no supo qué responder. Mi padre entonces intervino.
-Mira-, le dijo compasivo. -Él es un anciano. Para nuestra tradición cuando se le pregunta a un anciano y más aún si se le pide consejo o instrucción, es para obedecerle. Un anciano no da un consejo para que se quede en el aire o sólo para escucharlo. Es un compromiso porque su palabra tiene el peso de ser el sostén de toda la tradición, de la herencia y es el pensamiento de todo un pueblo-

El chico creyó saber en qué terreno pisaba y se quedó meditándolo. Conversó con su compañero y al final de una pequeña discusión miró al anciano y le dijo.
-Queremos escuchar para obedecer-

Entonces el abuelo preguntó, cómo para asegurarse bien de lo que estaban pidiendo.
-¿Ustedes van por el mundo limpiando los ríos y los mares?
-¡Sí!-, le respondieron orgullosos.
-¿Y quieren un consejo de mi pueblo para hacer mejor ese trabajo?-
-¡Así es!-, afirmaron contentos.

El abuelo prendió un cigarro y dando una profunda calada, dijo a los curiosos.
-Entonces les voy a dar el consejo que me dieron a mí mis abuelos, que a su vez les dieron sus abuelos-

Tomo aire y sin quitarles la vista de los ojos, afirmó.
-Agarren una escoba y barran su casa todos los días. Sólo así podrán saber la dimensión del trabajo que quieren hacer. Si les sobra tiempo, entonces sí, vayan y limpien el mundo entero-

Fumó una vez más y continuó con cara de picardía.
-Y si les sobra más tiempo, dense un bañito…

Sacado del libro Historias de Curanderos
de Santiago Andrade León

<a href="http://www.lulu.com/commerce/index.php?fBuyContent=10332467"><img src="http://static.lulu.com/images/services/buy_now_buttons/es/book_blue2.gif?20110325145500" border="0" alt="Support independent publishing: Buy this book on Lulu."></a>




jueves, 24 de marzo de 2011

Jodidos


En una reunión en mi casa, un grupo de amigas insistía que les leyera el Tarot. Yo fui por mucho tiempo un aficionado a los oráculos, pero en ese momento de mi vida los había dejado por completo. Así que les dije que ya no hacía lecturas y que seguramente estaba fuera de práctica. Pero ellas insistían e insistían. Mi hijo escuchaba, sentado a mi lado, tomándose un vaso de refresco.

-Yo les puedo hacer esa consulta-, dijo de pronto con una solvencia admirable, como si ese fuera su oficio secreto. Se escuchó en el aire un emocionado suspiro colectivo como una onomatopeya a la ternura. Con una sonrisa miré a mi hijo y le dije.
-¡Bueno hijito, anda a traer las cartas y se las echas!-.

Mi hijo corrió hasta mi dormitorio y buscó las cartas. Las trajo y comenzó con todo un ritual. Primero nos pidió una vela, luego un vaso con agua, una franela roja para echar las cartas y por último el pago de una moneda por cabeza para comenzar. Una de las más entusiastas se arriesgó primera. Cumplió con el pago y las barajó siete veces. Luego le entregó nueve cartas, como Gabriel se lo había pedido. El pequeño dio vuelta a las cartas y meneando la cabeza en gesto de desaprobación dijo.

-¡Amiga, estás jodida!-.
Todos explotamos de risa, incluso él, aún cuando no se percataba del todo el porqué de nuestras risas. Cuando se calmó el estallido, pregunté.

-Oye Gabriel, ¿y cómo sabes que está jodida?-.
-Fácil-, dijo cruzándose de brazos. -Todos los adultos están jodidos-.

Sacado del libro Los Niños Índigo tienen padres colorados
de Santiago Andrade Léon


Pachamamista



En una ocasión me invitaron a un conversatorio sobre la tradición indígena y sobre la inclusión de la gente de ciudad a estas formas de vida, de culto y de sanación. Yo era uno de los panelistas y la verdad, uno de los pocos que defendía la apertura de esta manera de vida a personas que no necesariamente tienen un origen indígena puro.

Obviamente yo reconocí lo difícil que fue para nuestra familia indígena llegar hasta el día de hoy conservando nuestra tradición a pesar de la persecución, pero alegué que ser mestizo no puede ser una causa para la segregación.

-Yo tengo sangre indígena-, dije en mi intervención. -Pero no nací en una comunidad. Por diferentes motivos y suertes mi familia se salió del campo, hizo casa en la ciudad y se juntó con mestizos. Pero eso no nos hace menos que nuestros hermanos que se quedaron en las comunidades. Ellos corrieron otra suerte ni mejor ni peor que la nuestra-.

La discusión comenzó a tener visos de agresividad porque había gente totalmente en contra de lo que yo decía. Mi hijo que estaba al lado mío miraba indignado a una señora que me gritaba airada.

-¡Ustedes son una manga de hippies trasnochados!-, dijo la dama.
Inexplicablemente mi hijo se levantó y gritó más fuerte.
-¡Mi papá no es un hippie, es un Pachamamista!-.

El foro hizo mutis y la verdad yo me puse feliz y orgulloso. Mi hijo paró la discusión y además me defendió. Al concluir el conversatorio, abrace a mi hijito y le dije.

-Gracias por defenderme hijo-.
-No te preocupes-, me dijo. -Sólo era la verdad-.

Lo observé bien y me di cuenta que había crecido, no estaba seguro de cuanto, pero lo veía más grande. Me animé entonces y le pregunté.

-Por cierto hijo, ¿qué es ser un Pachamamista?-.
-Es como un hippie que se cree indio-, me contestó con carita de ángel.

Sacado del libro Los Niños Índigo tienen padres colorados
de Santiago Andrade Léon

Shamanic Incorporated Techniques

 Un anciano que había vivido toda su vida en la selva amazónica, fue invitado a Europa a un encuentro de curanderos. El anciano ni siquiera había visitado la capital de su país, así que salir de su comunidad fue todo un acontecimiento.

Al partir, dio muestras de increíble curiosidad por todo lo que le habían contado de las grandes ciudades, de los aviones transatlánticos y de la forma de vida del hombre occidental en Europa.

Al llegar a París, el anciano se sentía tan bien y aprendía todo tan rápido, que parecía alguien que ha viajado y tomado aviones toda su vida.
La gira por Francia fue exitosa y continuó por Inglaterra.

En Londres asistió a la mayoría de conferencias programadas y cuando le preguntaban si quería traducción, respondía:
-No, quiero aprender inglés.
Tanto era su entusiasmo que pidió audífonos de traducción simultánea al inglés, para escuchar su propia intervención.
Luego de toda su experiencia regresó a la selva.

Meses después, le visitamos con unos amigos y le preguntamos:
-¿Cómo le fue en su viaje?
-Muy bien-, nos respondió. -Ya sé cómo se dice instrumento sagrado en inglés.

-¿Cómo?-, preguntamos muertos de curiosidad.
-Shamanic Incorporated Techniques-, dijo, en un perfecto inglés con acento anglosajón.

Sacado del libro Historias de Chamanes
de Santiago Andrade León