Cuando Manuel Vinces Guerreros, viejo curandero, se despertó, miró con calma que su Muerte estaba muerta a su lado. Abrió primero un ojo, luego el otro, inmediatamente después sus fosas nasales para percibir si la Muerte, muerta de muerte natural, hedía como los humanos, pero no había olor. Solamente el áspero aroma de sus viejas cobijas y el invasor tufo a humo, que hacía que todas las cosas de su casa olieran a lo mismo.
Lentamente incorporó con dolor su viejo cuerpo. Primero su cabeza y luego, apoyando sus manos viejas pero fuertes en el filo de su cama, se sentó. El bostezo fue prolongado y entumecido. Instantáneamente respiró como queriendo comprobar que él sí estaba vivo, recogió tanto aire en sus pulmones que le provocó un pequeño ataque de tos. Suavemente dejó de toser y su mente fue tomando conciencia de la situación. Miró con lentitud y dificultad el interior de la casa. Esperó que sus ojos se acostumbrasen más a la oscuridad y quietecito, se desperezó. Estaba impresionado de sí mismo, en esa situación con tanta calma en su interior. Manuel era un hombre sosegado, siempre lo fue, mas ese día la serenidad le saturaba hasta la última célula de su ser. Se acercó al cuerpo seco que fue de su Muerte. Lo auscultó bien hasta estar seguro que era ella. Fue medianamente difícil porque no la había visto hace mucho y ahora, yerta, con la cara rígida casi sin músculos, piel y huesos, con los ojos hundidos como una calavera y sin olor, se veía distinta; Pero se percibían, aún a pesar de las circunstancias, las facciones que él conocía. La ha visto envejecer. Aunque envejecer es atrevido de decir, quizá no tan exacto, en todo caso vamos a decir que la ha visto cambiar. Manuel ha estado acostumbrado a su presencia de tantas maneras desde que nació, porque cuando él nació lo primero que vio fue a su muerte. Manuel vino al mundo una brumosa noche de luna llena de un primero de noviembre a principios del 1910 y cuando nació dejó de respirar en el acto; Al menos eso era lo que todos le contaron. Nació y murió; Y su madre, una indígena de montaña en los Andes, madre primeriza y torpe en el arte de parir, no supo qué hacer y, aterrada, ni siquiera quiso mirar al niño cadáver, se volteó con resignación y aguantando el llanto, quiso olvidarlo inmediatamente. La vieja partera que la atendía volteó al niño de todas las formas, le sorbió la nariz, le masajeó el pecho, le golpeó en la espalda, le escupió en la frente pero nada; Manuel se iba poniendo duro como si el viento lo secara y le endureciera, como si fuera de cera. Su tía, una niña pequeña aún, salió corriendo a buscar ayuda y encontró a sus dos hermanos mayores, unos maltones que, botella en mano, estaban bebiendo alcohol barato para festejar la llegada de su primer sobrino. Ellos se echaron a correr casi por reflejo y de la impresión el mareo se les fue de inmediato. Sin importarles que este asunto de parir fuera cosa solamente de mujeres, entraron y quitaron el cuerpo del pequeño de las manos de la abuela que, llorando, le acariciaba la espalda sin esperanza. Inmediatamente lo envolvieron en una manta y aún con el cordón umbilical suspendido lo llevaron a la casa de Taita Pedro, el curandero.
Era la media noche y la adrenalina les corría a mil por el cuerpo. La luna estaba llena y seguramente esto les facilitó avanzar con rapidez. Sus pasos hacían que todo crepite y el resplandor del piso permitía que dejasen una estela de luz plata, luz de la luna, en el sendero. La sequía que reinaba había secado las hojas y las ramas de toda la montaña y del valle y nada se podía mover sin que este crujido acompañe el camino. Sólo se escuchaban sus pasos, las lechuzas callaron. Los muchachos sudorosos avanzaron por la montaña, rezando a voz en cuello para que el Misterio de la Noche les deje llegar a tiempo. Seguro que Taita Pedro estaba despierto y trabajando, con esta inmensidad de poder levantado en forma de luna, era imposible que no estuviese con gente en su choza ritual. El mayor llevaba al congelado niño e iba atrás del menor que, más nervioso, abría camino y le azuzaba acelerando el paso para llegar rápido. Respiraron más calmadamente cuando vieron la luz en la choza del curandero. Asesando y con el sudor perlándoles las comisuras de la boca y la frente, entraron atropelladamente en el interior.
La choza ritual de Taita Pedro era una construcción circular, con la puerta principal orientada al Este como los antiguos templos solares. Esa noche estaba llena de personas que habían ido en búsqueda de su ayuda y más de uno saltó del susto ante el estruendo que hicieron los jóvenes al entrar. El mayor entregó torpemente el hirsuto bulto que contenía el cuerpo de su sobrino, en las manos de Taita Pedro. Éste se sorprendió porque hoy no era noche de muertos, hoy todo estaba calmo, nadie había anunciado lo Inesperado. Observó con lástima el fardo y lo desenvolvió como si fuera un caramelo envuelto en el papel más fino. Miró la carita del niño y se enterneció, recordó la miseria de su gente y los ojos se le aguaron. Negando con la cabeza vio con el rabillo del ojo a los muchachos que temblaban y no podían fijar la mirada en nada. Con suavidad puso el cuerpito helado de Manuel en el centro de su mesa ritual, haciendo antes con su propio poncho un colchón para que no tope la tierra directamente.
-“Los angelitos no deben tocar la tierra tan rápido”-, dijo, dirigiéndose a todos. Mandó a traer sus perfumes y escogió uno en especial, uno hecho por él mismo. Le lavó la carita con esta agua de colonia hecha con claveles rojos y se puso a cantar. Entonces ocurrió lo que el Misterio de la Noche anunció al callarse. El bebé frío y petrificado, comenzó a balbucear un sonido parecido al de un ratón asustado. Ni siquiera llegaba a ser un llanto propiamente dicho. Era un hilito de voz, una ‘i’ alargada, una respiración silbada desde la lejanía acompañada de pequeños espasmos. Taita Pedro ni siquiera tuvo tiempo de alegrarse, lo cubrió de inmediato y lo calentó acercándole a la candela que crepitaba en el centro de la choza. Mandó a buscar picadura de tabaco negro y la frotó con manteca de culebra en todo su cuerpecito, para que el oxígeno que le hizo falta al principio no le dañe su cabeza ni el espíritu. Lo abrazó fuerte y le siguió cantando lo que había comenzado a cantar. Así Manuel regresó a la vida escuchando una canción mortuoria.
Taita Pedro Andrango Anchundia, arrulló al pequeño por un tiempo y, antes de devolverlo a sus tíos, les dijo:
-“El Misterio lo ha tocado, brilla como la luna, tiene el don”-. Luego le sopló aguardiente por todo el cuerpo para limpiarle la sangre que se había secado y para entregarle su poder. Los parientes que llevaron el cuerpo del niño miraron con asombro esta escena y se alegraron, pero también se lamentaron. Tendrá que ser un curandero y su vida estará llena de enigmáticos eventos y raros sacrificios, todos lo sabían. El Misterio reclama así el conocimiento que brinda y se comporta de manera extraña y confusa, tan extraña y tan confusa, que quien es capaz de conservar la armonía, el equilibrio y la claridad, podrá convertirse en un hombre de conocimiento verdadero. Este niño tenía ese destino grabado en su ser.
El viejo Manuel se atrevió a tocar el cuerpo inerte a su lado como tomando confianza de lo sucedido. La miró despatarrada y en una posición inverosímil, boca abajo, con los brazos sobre la cabeza y una pierna doblada como un flamenco. Despacio le peinó los pelos que estaban alborotados como si viniera de una pelea. Acarició su cara y decidió ponerla en una posición menos graciosa. Con dulzura pero con fuerza para vencer el rigor mortis, fue moviendo cada miembro hasta lograr que el cuerpo tomara una forma clásica de cadáver. La muerte siempre es una formalidad y es importante que el cuerpo esté dispuesto para tal efecto. Lo viró y con impulso lo empujó hasta el otro canto de su lecho. Manuel no recordaba haber sentido el momento mismo en que su Muerte se metió en la cama esa noche. Tenía un leve recuerdo de haberse despertado a la madrugada y verla a su lado como tantas veces, sobre todo antes, cuando era más joven. Le sobrevenía la sensación de haberla tocado y sentirla todavía viva, quizás moribunda, pero en ella era difícil diferenciarlo.
Respiró y se sintió satisfecho de la posición que ahora tenía, completamente formalita, horizontal, con las manos pegadas al cuerpo, los pies juntos por los tobillos, la quijada y los ojos cerrados, y el pelo disimuladamente peinado. Carraspeando un poco levantó lo que a él le cobijaba, y se bajó de la cama poniendo los pies en tierra. ¿Qué se hace con la Muerte cuando muere? No lo sabía, en todos estos años de buscar respuestas, ésta era una de las que nunca se había preguntado. Se alejó de su cama hacia la puerta de salida de su casita y buscó agua para beber, para lavarse la cara y para ver qué se le ocurría.
El cielo estaba negro aún, todavía faltaba un poco para que amaneciera. El agua que pasaba por la quebrada que estaba cerca de su casa no emitía ningún rumor, como si hubiera desaparecido y el aire estaba calmo, como estacionado en un microsegundo eterno. Sólo se escuchaba de vez en cuando y de manera constante el ulular de una Llorona Gris. Ningún sonido más, sólo ese trémulo vibrar del espíritu que anunciaba el Misterio de la Muerte. Manuel aspiró la negrura que le rodeaba para percibir algo distinto en su cuerpo, quizá un frío extremo en su espalda o un escalofrío en los huesos, los normales sentires de la presencia de la muerte, pero nada. Su cuerpo estaba caliente y en paz. Despacio salió y fue directo al cuarto de al lado, donde tiene una mesa con un escuálido estante, en el que desordenadamente guarda velas y botellas con maceraciones de aguardiente que usa para curar males menores. Agarró una vela blanca y busco a tientas su bolsa de tabaco y las hojas de maíz que usa para liarlos como lo hacían en la antigüedad. Lió uno de la manera tradicional, con siete puñados de tabaco perfumado con flores y cantando le sopló el humo a la vela. Luego la encendió y la llevo al pie de su cama.
La luz de la vela hacía de su estancia un sitio aún más lúgubre que la realidad. Su sombra se proyectaba grande y se estampaba en la pared como queriendo atravesarla, parecía más pesada que su cuerpo y se movía con mayor lentitud. Extrañamente más oscura, más oscura que la noche que explotaba por todo su derredor. Se sentó en el piso y comenzó a cantar una canción para muertos. Esa que le cantaron a él cuando nació. Todavía la recuerda, no exactamente de ese día, la recuerda de toda su infancia. Fue la primera canción que Taita Pedro le enseñó y le exigió aprender antes que cualquier otra. Canción de noche, canción de lechuza, canción de luna, canción para abrir el camino a la luz, su canción. La Llorona Gris dejó de hacer su tenebroso ruido por un momento y se echó a volar, su aleteo se sintió pesado, como si le costara mover el viento.
Con los ojos cerrados, como siempre que canta, Manuel recordó la primera vez que su Muerte se le manifestó. Tenía cinco años cuando la vio venir. Posiblemente siempre estuvo cerca, pero este es su primer recuerdo. Delgada y larga, pero definitivamente humana, la vio venir por el camino que conducía hasta la casa donde creció. Era el mediodía y él estaba mirando por la puerta mientras su madre soplaba las brasas de la cocina para encender la leña. Nadie más la podía ver, eso lo supo inmediatamente, porque su madre no giró la cabeza cuando rasguñó el umbral de la puerta, haciendo ruido para llamar la atención. Su muerte tenía una mirada profunda y hermosa a pesar de que sus ojos eran completamente blancos y no tenía dientes. Cuando reía parecía que le sangraban las encías por su intenso color rojo, pero por lo demás, era igual a la gente. Le sonrió amablemente y le llamó con un movimiento de cabeza. El pequeño, obediente como era, salió a su encuentro y agarrado de su mano se fue camino abajo. Cuando su madre se dio cuenta de su ausencia, salió de la choza a gritar su nombre, pero estaba muy lejos para escucharla. Con un manojo de ortiga y visiblemente furiosa fue en su búsqueda. Cuando lo encontró, un sentimiento le dobló en llanto, uno que no sabía explicar. Su hijo pequeño, hablaba con el aire y éste le soplaba en la cara como si le respondiera. Se secó las lágrimas y se acercó. Su niño especial, el muerto que aún vive, le miró con ojos de viejo y le acarició la cabeza. Ella prometió no golpearlo, ella prometió cuidarlo, ella prometió…
El aire comenzó a ponerse frío y se respiraba la condensación del agua en la montaña. Manuel percibió la presencia del espíritu que anuncia el Misterio del Día y buscó cobijo. Volvió a sentarse en el piso, al pie de su cama y abrigado con una piel de oveja, siguió cantándole a su Muerte. De pronto sus recuerdos dejaron de estar desordenados en su cabeza y, uno a uno, marcharon delante de sus ojos como una comparsa de danzantes vestidos de miles de colores. Recordó que este mismo canto le cantó a su madre, a su mujer y a sus dos hijos muertos después de alumbrados. Tres todavía viven, pero ninguno de ellos tuvo que correr su suerte, o vivieron o murieron, como debe ser.
Recordó que desde que su mujer murió los días comenzaron a transcurrir con mayor velocidad, sobre todo las mañanas avanzaban con una inusitada rapidez y de esto hace ya un año. Pero esta mañana era larga y lineal, se la podía sentir segundo a segundo con los sentidos a tope. A su mujer también la encontró muerta al lado de su cama, pero fue distinto. Lo que le mató fue una hemorragia imparable que le vino de pronto, como una maldición, porque ya era vieja y las viejas ya no sangran. Pasó días tratando de frenar el río de sangre que ensuciaba todo. Uno de sus últimos esfuerzos fue ir al hospital del pueblo, 30km por el sendero de la montaña. Estaba casi inconsciente y apenas pudo levantar sus pies para que Manuel le subiera a la mula. Tumbada como un saco de maíz, se bamboleaba encima de la bestia, mientras gota a gota hacía un camino de sangre. Manuel hacía otro, pero con sus lágrimas. Fueron días largos y tristes en ese hospital, hasta que los médicos se dieron por vencidos y la trajo de regreso a que muera a su lado. Le cantó dos días, al pie de su cuerpo amortajado mientras los familiares y el pueblo entero pasaban a saludar, a brindar sus condolencias y a buscar alcohol. Él permaneció impertérrito, sin comer ni beber nada en absoluto. Tomándose de cuando en cuando un momento para dormitar y agarrar fuerza para seguir cantando el mismo sonsonete. Ella fue siempre una vigorosa mujer que le dio cinco hijos. El segundo murió al nacer y todos pensaron que iba a heredar la tradición de su suerte, pero no, nunca volvió a respirar, aunque festejaron cuatro días con el cuerpo del niño presente para verlo resucitar. El último murió de frío a los 3 meses de nacido, una noche de helada que mató también todas las cosechas y, aunque lo cobijaron como siempre en el páramo, con su manta de alpaca, su piel de oveja y las plumas del pecho del Cóndor en su pecho, el pequeño amaneció frío como el hielo. A todos ellos los recibió él y les cantó su melodía. Ella se llamaba María, como casi todas las mujeres de su generación. No fue su primera mujer, pero si la última, la que le acompañó estos últimos cincuenta años mal contados. La amaba, o mejor dicho, la llegó a amar con bienestar y tranquilidad. La escogió cuando había cumplido sus treinta y cinco años, ante el asombro de todos pues para su comunidad ya era un viejo solterón. Ella era joven todavía cuando se casó, veinte años apenas, pero aparentaba mucha madurez. Acompañó a Manuel en su oficio de una manera estoica y siempre admirando su fortaleza. Le crió los hijos y trabajó duro en el campo para mantener la casa, especialmente cuando Manuel se ausentaba por largos meses y se iba a comunidades o a ciudades más lejanas a curar a alguien que no podía llegar hasta él. Ella aprendió a convivir con la Muerte de Manuel. De tanto tenerla cerca, un día la comenzó a ver y la aceptó con paz en su corazón. Aceptó que Manuel hablara con ella más que con sus hijos o con ella misma, aceptó compartir su cama y que acompañe a su marido donde ella no podía. Hasta la extrañaba cuando desaparecía por largas temporadas y Manuel le cantaba y cantaba pidiéndole que regrese. Doña María Angulo Torres nunca dijo nada, murió sin decir nada.
Antes de ella, en su juventud él tomó dos esposas más. La primera, la que le recomendó su padre a la temprana edad de dieciocho años, era una graciosa pequeñuela de trece, que se la pasaba jugando todo el día y dejaba que su madre cuidara de él. Apenas si pudo convencerla que le diera un beso y con dificultad consumó su matrimonio, pero ella en cuanto pudo huyó a la casa de sus padres. Las familias para no pelearse propusieron una tregua de dos años para que la pareja se vuelva a juntar. Manuel esperó pacientemente estos dos años mientras seguía aprendiendo el arte del canto para curar. Hasta que un día, meses antes de completar la fecha acordada, su suegro llegó borracho a la casa. El pobre hombre lloraba desconsolado, no por la noticia que traía, sino por la desgracia que venía a su familia. La pequeña esposa, en un momento de descuido, fue en mala hora a la quebrada y un demonio la embarazó. Manuel se quedó callado, algo en él le decía que así era todo mejor. A la noche fue donde su maestro y le preguntó qué hacer. El viejo Pedro sorbió de una botella de aguardiente y pasándole para que beba, rió como nunca antes.
-“Es mejor que lo dejes en el misterio”-, le dijo. -“No averigües lo que realmente no quieras enterarte”-, y haciendo una mueca de desidia, le invitó a un trago más. Además a Manuel le hacían falta unos años más de entrenamiento para completar su poder y esta historia del matrimonio le tenía desconcentrado. El matrimonio se esfumó así como vino. Y el niño que nació de ese vientre endemoniado, era un varón sano y macizo que, por obra y gracia del Espíritu del Viento, encontró otro buen joven que se asumió como su padre. Manuel continuó aprendiendo, sin que esta historia le hubiera dolido de verdad.
Al año de este incidente, Manuel se fue a vivir con otra. Su segunda mujer ya fue por decisión propia o capricho propio, que a veces se parecen. Ésta, una señora mestiza hecha y derecha, con un divorcio y tres niños a cuestas, vio a Manuel y decidió que ese indiecito menor a ella, pequeño pero compacto, sería suyo. Obviamente Manuel también decidió que sería así y se entregó al extenuante pero satisfactorio arte de complacer a la mujer y desarrollar las habilidades en la cama. Taita Pedro lo miraba de soslayo y no preguntaba nada. Lo vio ir cada noche y salir de madrugada de su casa en el pueblo, observó cómo se fue encantando, encandilándose con la pasión, embriagándose de hembra. Luego le observó resuelto asumir su amor y salirse de su casa aunque sus hermanas le reclamaban, embarcarse en una historia difícil, tener problemas con el ex marido, con el pueblo, con él mismo y, poco a poco, aburrirse de la convivencia. Un año pasó en la lucha, hasta que al final llegó llorando como un pequeño. Ella lo había abandonado por el anterior esposo. Taita Pedro le hizo una ceremonia sólo para calmarlo. Trabajó esa noche clavándole cristales por el cuerpo y haciéndole respirar ají seco mezclado con tabaco en polvo. Le dio infusiones de aguacolla con floripondio y le sobó con ortiga. Al amanecer caminaron hacia la laguna del páramo y con esa helada agua, bañó al desilusionado. A lo lejos, el viento traía una vieja tonada desde el pueblo.
-“Eso te sucede guambrito, por enamorado”-, cantaba el aire. Manuel lloraba, Taita Pedro sonreía, pero sin maldad.
Sacado de la Novela CURANDERO
Los arcanos eventos que mataron a la muerte.
de Santiago Andrade León