sábado, 9 de abril de 2011

¿Qué es esto para un guerrero?



 Al amanecer, los millones de estrellas desaparecían poco a poco tras el resplandor del sol. El ambiente se comenzó a calentar más y más. La centena de personas que habían asistido a nuestra ceremonia para celebrar las cosechas, comenzaban a desprenderse de sus ropas abrigadas. Ya para el mediodía, cuando al fin acabamos, a todos se nos notaba un gran cansancio, pues la ceremonia fue muy dura.

Al cerrar la ceremonia, una de las personas que estaba en el círculo se acercó al hombre que cuidó el fuego durante toda la noche y la mañana, y le pidió que le diera una bendición.

Este hombre tenía la cara marcada por el cansancio del desvelo y el trabajo, pero aún así trajo una bolsa de tela que tenía inciensos, y colocándolos en las brasas, le dio una bendición con el humo. Al acabar, se dio cuenta de que tras la persona que le pidió esa bendición, había una fila con casi todos los participantes de la ceremonia.

Era una columna con muchísima gente que esperaba que le hicieran la misma bendición. Al hombre se le desorbitaron los ojos y al quererse negar, justificándose por el cansancio, mi padre se acercó y con firmeza le dijo:

-¿¡Qué es esto para un guerrero!?-
El hombre agachó la cabeza y comenzó de uno en uno a dar esa bendición. Trabajó hasta la tarde de ese día. Yo sonreía con mi padre al verle trabajar.

-¿Qué maldad le dijiste?-, le pregunté a mi padre.
-Es la verdad, si quiere aprender, esto es apenas una prueba y una oportunidad-, me contestó, sin perder la sonrisa en la cara.

Un año después, nos encontramos en una comunidad en la amazonia del Ecuador, haciendo una ceremonia de ofrenda para poder realizar la Danza del Sol.

Esta danza se había perdido en todo este territorio y estábamos dando los primeros pasos para poder realizarla nuevamente. Rezamos toda la noche en medio de mosquitos, de un calor húmedo y de un penetrante olor a tierra mojada. Al amanecer el sol nos calcinó, de la manera como sólo en el Ecuador puede calcinar.

Entrada la mañana danzamos hasta la tarde. Al acabar todo, estábamos agotados, acalorados y picados por los mosquitos. Mi padre se acercó al río, que por suerte pasaba cerca del sitio ceremonial, y con un pequeño recipiente recogió agua fresca para echársela encima.

De pronto vio al anciano que dirigió la danza cerca de él y en un gesto de respeto y cariño, se le aproximó y bañó su cabeza. Luego llenó nuevamente el balde y mojó su espalda y su pecho.

El anciano le miró y, en un sentido abrazo, le dio las gracias. Pero cuando volvió a llenar el balde con la intensión de echárselo, tenía una columna formada con todos los hombres, mujeres y niños de la comunidad, que querían que les diera esa misma bendición.

Yo miré todo el espectáculo y me puse en la fila para la bendición. Después de recibir el agua fresca por mi cuerpo, le dije a mi padre.
- ¡Qué es esto para un guerrero!-, y me alejé riendo, mientras él bañaba y bañaba gente hasta la noche.

Dos años después, nos encontrábamos en un pueblito de los andes realizando una ceremonia para celebrar las cosechas. Mi padre estaba dirigiendo la ceremonia y yo le ayudaba a cuidar el fuego. Al terminar, después de trabajar la noche entera, una señora del pueblo se acercó a pedirle a mi padre que le hiciera una curación, soplándole aguardiente por el cuerpo. Mi padre entonces me pidió que me levantara y, dirigiéndose a la señora, dijo:

-Este es mi hijo. Él ya sabe curar y está entrenado. Si él le realiza esta curación, será como si yo mismo lo estuviera haciendo-.
Debo confesar que me llené de alegría y orgullo al escuchar a mi padre. Sus palabras y la confianza que ponía en mí me llenaban de emoción; a decir verdad, hasta ese momento no me había concedido tal responsabilidad.

Así que me levanté y me puse mis protecciones para realizar esta curación. Agarré una botella de aguardiente que tenía en mi bolso, y pidiéndole a la señora que se ubicara frente al fuego, le soplé aguardiente y tabaco por todo el cuerpo.

Al concluir, puse el cigarro en el fuego dispuesto a irme. Entonces me sentí atrapado, pues se había formado una columna con todas las personas del pueblo que querían que les realizara una curación. Yo calculé que había unas ochenta personas en la fila.

-Lo siento-, les dije, mostrándoles la botella de aguardiente. -Sólo me alcanza para unas dos personas, nada más. No puedo curar a tantos-

Feliz de mi suerte y de mi rapidez mental, sonreí buscando a mi padre. Entonces, lo vi llegar al círculo ceremonial.

Mientras yo curaba a la señora, él se había ido hasta el auto y regresó cargando en el hombro un recipiente gigante, que contenía veinte litros de aguardiente.

Con una inmensa sonrisa que no se le borró en meses, depositó el recipiente en el suelo, mientras me decía:

-Hijo, ¡qué es esto para un guerrero!-


Sacado del Libro "Historias de Chamanes"
de Santiago Andrade León

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